En algún lugar del universo, a la luz de los astros
que brillan en un silencio perturbador e infinito, Yekun, con voz prepotente
interrumpe la afonía mientras mirando al vacío, le pregunta a aquella mujer,
que era el amor; el príncipe de los signos, la lectura y la escritura en su
infinita inteligencia no podía describir que era el amor, cuando la curiosidad
de aquél sentimiento se le hizo presente al ver desde arriba a dos amantes; un
león y una flor de acebo. Ella con la mayor tranquilidad y mirando el panorama;
sin cruzar miradas con aquel curioso le responde: tú, príncipe de las letras,
uno de los más destacados ángeles del abismo, no sabe lo que es el amor porque
tu sabiduría está en el conocimiento y este no viene del corazón. Un suspiro de
satisfacción se oyó como eco en derredor, el amor, continuó ella, es lo que él
siente cada vez que la voz de su amada toca sus oídos, es el alimento con que llenan sus
corazones vacíos en cada palabra dicha, cada detalle, cada roce, una sonrisa y
una mirada de complicidad en un mundo con mucha gente, pero en soledad. Es el león
que ama a su flor; a ese ser que le llena el espíritu y el alma antes que a su cuerpo, convirtiéndose este sentimiento en alimento de ambos, llenándose así de
bondad, nobleza y empatía, transformándose en energía. Es el llamado de la
carne a los lugares más oscuros embriagados de placer, llenándose de éxtasis y
lujuria.
Yekun con una media sonrisa responde como entendiendo,
al fin, algo del contexto de aquellas banalidades que los mortales y los
ángeles de luz llamaban amor. “lujuria” repetía.
El amor de los dos cubre una multitud de malentendidos,
disputas y conflictos, es mirarse a los ojos y sentir que nada tiene sentido si
están separados, continua ella. Un amor sin tiempo, ni lugar ni edad.
Yekun en su discernimiento, declara que ese
sentimiento llamado amor, aparte de la lujuria que les pueda llevar a una
intimidad desenfrenada, era una dependencia afectiva, enfermiza que convierte
aquellos dos amantes en patéticos y cursis; seres débiles.
Por primera vez ambos estaban de acuerdo en algo, eran
patéticos se decían.
Antagónicamente, aquellos dos patéticos, como los
llamaban no eran mortales débiles como los describían, tenían la fuerza en el
amor y la voluntad para seguir adelante pese a los infortunios, problemas y
celos.
Lo que no se podía negar era que el amor de aquellos
dos mortales superaba el apego carnal; las largas horas detrás de un teléfono,
esa complicidad que en cierta forma les hacía iguales o superiores a aquellos
dos seres espirituales, ya que, siendo carne caída, sin siquiera tocarse habían
alcanzado la gloria; aquéllas dos ánimas sin cuerpo material no estaban por
encima de esos dos mortales que se amaban con el alma.
Yekun; príncipe de las letras no tuvo más remedio que
aceptar, que, pese a que no entendía el significado concreto de eso a que describían
como “amor”, esos dos amantes no se separarían porque sus almas eran una.
Ella mirando al horizonte, con un
suspiro no alcanzó más que decir. Los mortales no buscan eso que se llama amor,
el amor los busca a ellos, los encuentra, los hace y los deshace, los agarra,
los suelta los sube y los baja; pero aquellos dos estaban dispuestos a caminar
ese recorrido riéndose de las adversidades como un león de dios en su
jardín de acebos.